viernes, 19 de julio de 2013

SÓLO PARA FUMADORES / 9ª entrega

Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.
     En muchas ocasiones -es tiempo de decirlo- traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
     Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente -poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza- que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
     Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla -no fumar más- sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.
    Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.
    Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.
   Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas de la Agencia France-Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.

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